domingo, 22 de septiembre de 2013

Bárnabo el escribidor

    Esa mañana se despertó plenamente consciente de que se había vuelto loco y que al mismo tiempo se sentía mejor que nunca. Se levantó y dejó la cama sin hacer. Se duchó y dejo el baño patas arriba. Se vistió con lo primero que encontró, desayunó y dejó la cocina empantanada. Cuando estaba a punto de salir por la puerta, su mujer se levantó de la cama y, viendo cómo había dejado la casa, le increpó:
- Bárnabo, cariño,¿has visto cómo has dejado la casa?¿Te crees que soy tu sirvienta?
Bárnabo la miró extrañado. Con su pelo alborotado y algunas migas de pan en la comisura de los labios. Pensó en el comportamiento de su mujer en los últimos meses por un fugaz instante, pero desechó esas ideas de inmediato y con una sonrisa desquiciada contestó:
- Es que estoy escribiendo.
Cerró la puerta tras de sí y se marchó. Ya en el ascensor un vecino se subió en el siguiente piso, de bajada. Era su vecino de abajo, un tipejo que no pagaba la comunidad y que subía a acosarles por nimiedades.
- Buenos días Bárnabo.-dijo con un deje de altanería y desprecio.
Bárnabo, haciendo un esfuerzo, correspondió con un gesto de cabeza.
- Pero bueno, ¿es que eres incapaz de dar siquiera los buenos días? Qué maleducado. Si ya se lo digo yo a mi mujer...
Bárnabo abrió la puerta del ascensor y dándole la espalda dijo:
- Es que estoy escribiendo.
En el portal le esperaba el portero. Se pasaba todo el día holgazaneando en la puerta, eso sí, de chaqueta y corbata, hecho un pincel, fumando y charlando con medio vecindario. A la hora en la que todos salían a trabajar se ponía a fregar el portal.
- Pero bueno, ¿no ve que estoy fregando? Podría pasar por un lateral como todo el mundo,¿no?.- le increpó.
- Es que estoy escribiendo. - contestó Bárnabo con una amplia sonrisa mientras se revolvía la melena y se limpiaba las migas de la boca, dejándolas caer al suelo.
Se dirigió a su coche y se encontró que un vigilante de tickets estaba a punto de multarle. El horario de multas comenzaba a las nueve y eran las nueve y dos minutos. Se acercó por detrás del individuo, que pasaba el día dando vueltas pensando en sus cosas y hablando por el móvil, asomó un brazo por encima de su hombro y pulsó el botón rojo de cancelar en la maquina de emitir multas.
- ¡Pero qué hace!¿Quién se ha creído usted que es? No puede hacer eso, sinvergüenza.
- Es que estoy escribiendo.- dijo mientras se montaba apresuradamente en el coche y salía pitando.
En la gasolinera, llenó el depósito a tope.
- Son ochenta y cinco euros, caballero.
Pagó con un billete de cien euros y recibió quince euros de vuelta. Este billete era falso. Se lo habían colocado en la farmacia la semana anterior. Se subió al coche y mientras arrancaba murmuró:
- Es que estoy escribiendo.
 Se incorporó al atasco matinal. Por el retrovisor pudo ver a un niñato conduciendo un deportivo barato, adelantando por la derecha, sin poner el intermitente y saltándose un semáforo en rojo, a punto de atropellar a unos niños. Justo cuando le iba a adelantar por la derecha, Bárnabo se cambió de carril y frenó en seco. El niñato estampó su deportivo contra la tartana de Bárnabo, un coche comprado hace veinte años. Vio al niñato salir de su coche con la cara roja, gritando:
- ¡Imbécil¿De qué vas, sin poner el intermitente? Te voy a matar, cabrón...
Bárnabo asomó su cabezota por la ventanilla, junto las manos alrededor de la boca y le grito:
- ¡Es que estoy escribiendo!.- exclamó mientras arrancaba su coche y dejaba al niñato con el deportivo humeando y el morro aplastado.
Por fin llegó al banco. El director le hizo pasar a su oficina.
-Por favor Bárnabo, toma asiento. Iré al grano. No nos ha gustado nada que canceles tu hipoteca de golpe y que te lleves tus ahorros a un banco de esos que no cobran comisiones. Nos sentimos estafados, con todo lo que hemos hecho por tí.
Bárnabo le miró a los ojos en silencio durante unos segundos que se hicieron eternos. Pensó en el interés de usura que había estado pagando, en la cláusula suelo, en las acciones preferentes que le habían intentado vender, en los cientos de euros que pagaba en comisiones. Respiró hondo, cogió una montaña de papeles que reposaba sobre la mesa del director, se levantó y, lentamente, fue tirando uno a uno sobre la moqueta del despacho, dejándolos volar. Abrió la puerta y, haciendo girar sus pupilas cantó:
- Es que estoy escribiendo.
Por fin llegó a la farmacia de la que era propietario. Saludó a Fermín, su ayudante, y pasó a su despacho. Colgó la chaqueta y encendió el ordenador. Entró en un foro profesional,  donde había vertido opiniones moderadas y constructivas, y se encontró con que un compañero de facultad, un vago redomado que había conseguido el título por ser hijode, le insultaba sin ton ni son. Se rascó la cabeza y procedió a denunciarle para que le bloquearan la cuenta. Y con mano temblorosa, no de miedo sino de extrema emoción,  le contestó:
- Es que estoy escribiendo.
Al poco recibió una llamada del propietario del local en el que tenía ubicada su farmacia. Después de quince años de pagar religiosamente el alquiler, pretendía venderle el local pidiéndole el doble de su valor de mercado.
-O eso ó nada Bárnabo, ya lo sabes.
Bárnabo acababa de comprar un local cercano aprovechando el pinchazo de la burbuja inmobiliaria y tenía casi terminada la reforma. Se carcajeó como un desequilibrado y le hizo una prolongada y sonora pedorreta al auricular del teléfono, hasta ponerse rojo.
- Es que estoy escribiendo.- Y colgó.
Fermín entró en su despacho muy ofendido, argumentando que llevaba muchos años en la empresa y que merecía un aumento sustancial de salario. Que la gente acudía a la farmacia gracias a su simpatía y buen hacer y que, sin que se lo tomara como una amenaza, podía montar una farmacia enfrente y dejarle sin clientes.
Bárnabo tenía a Fermín grabado en vídeo robando dinero de la caja, llevándose medicinas para revenderlas, hablando por el móvil durante horas, atendiendo a los clientes con grosería y desgana...Sacó de su cajón una carta de despido, la firmo delante de Fermín, la dobló con cuidado en cuatro, sacando la lengua mientras ajustaba las esquinas del doblez a la perfección, con el cuerpo pegado a la mesa, se levantó, se la introdujo en el bolsillo de la camisa, le cogió del cuello de la misma, con dos dedos, y le llevó casi en volandas hasta la calle. Dejó que las puertas de cristal se cerraran y mirando a Fermín a los ojos vocalizó, muy despacio, marcando el movimiento de sus labios:
- Es    que     estoy    escri    biendo.
Se colocó detrás del mostrador y al poco apareció la Sra. Ladrillo. Desde hoy había decidido llamarla así. Una ricachona de herencia que se permitía el lujo de instalarse en la farmacia y despotricar de todo el mundo, incluido él, porque le compraba una caja de analgésicos y se gastaba el dinero allí, un dineral por cierto, decía. Siempre le formaba una larga cola, por lo que algunos clientes terminaban por marcharse y los perdía. Mientras la señora Ladrillo parloteaba en voz alta para que todos la oyeran, Bárnabo sacó los analgésicos y los metió en una bolsita. Dio un fuerte golpe sobre el mostrador con la mano abierta, mirando a la señora con los ojos muy abiertos, enrojecidos, apretando los dientes y respirando rápido y profundo. Le arrebató el billete de las manos y lanzó la bolsita contra la puerta acristalada de la farmacia. La sra. Ladrillo dio un respingo y le miró espantada, retrocediendo. Bárnabo relajó bruscamente sus facciones y con la voz aflautada le espetó silbeante:
- Es que estoy escribiendo. 
La sra. Ladrillo recogió la cajita del suelo, temblorosa y puso pies en polvorosa.
Terminó su jornada laboral, cerró la farmacia y de camino al coche le asaltó un joven con una camiseta, una banderita y un montón de panfletos, perteneciente a un partido político. Comenzó a soltarle un mitín acerca de todas las maravillas que iban a hacer por su país en cuanto llegaran al gobierno. Bárnabo recordó el desastre en el que estaba sumido su país, en gran parte debido a los errores, inacción y corrupción de los políticos. Sin mediar palabra le arrebató el montoncito de panfletos y comenzó a comérselos uno a uno, muy despacio. Le quitó el banderín, se sonó los mocos con él y se lo devolvió.
- Pero, pero, ¡se arrepentirá!
-Es que estoy escribiendo.
Se metió en el coche y encendió la radio. Un tertuliano gritaba por encima de otro, tratando de ser mediático con sus huecas invectivas y poder así continuar su ronda de tertulias a mil euros cada una. Llamó al programa, se hizo el cuerdo con la persona que le atendió y le pusieron en antena para participar.
- Buenas noches caballero, ¿su nombre por favor?.-le preguntó el moderador.
Bárnabo inspiró tan fuerte como pudo, retuvo el aire y gritó a pleno pulmón:
- ¡¡¡Es que estoy escribiendooooooo!!!
Condujo hasta su casa y al llegar se encerró en su despacho sin saludar a su mujer. Se sentó en su mesa, cogió un folio en blanco y una pluma con su mano derecha. Se miró la mano y decidió que a partir de hoy escribiría con la izquierda. Escribió su nombre en el papel, pero lo emborronó con el lateral de su mano. Inconvenientes de escribir con la zurda. Bárnabo se convirtió en una mancha de tinta sobre un papel en blanco. Había pasado todo el día escribiendo historias en su mente, incluso había escrito una con sus acciones, pero ahora se sentía incapaz de ponerlo en un papel. Decidió que mañana subiría a la sierra, a caminar sobre el blanco manto de nieve. Allí será Bárnabo de las Montañas y, a su paso, no emborronará nada. Y piensa escribir con una rama, sobre el níveo manto, y dejar que el viento, por la noche, borre su cuerdo rastro de letras.



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