domingo, 25 de junio de 2017

Alemania

“Él también seguirá viviendo, como las ratas entre las ruinas. Pero vivirá. Y mientras se está vivo siempre puede ocurrir algo”.
El viajero bajo el resplandor de la luna (1937)
Antal Szerb


    Los domingos el universo se toma un respiro, hastiado de sí mismo. Esta poderosa ley que impera sobre la materia, la de transformar su energía en un periplo infinito, sufre una excepción a la hora de la siesta. Sin embargo mi mente, hoy, parece no aceptar ese descanso. La luz cegadora del verano se filtra por las rendijas de la persiana e imprime un misterioso código de barras horizontal contra la pared. David duerme a mi lado, en calzoncillos, acurrucado, la almohada empapada por la saliva densa, junto a su boca. Me levanto de la cama y abandono el dormitorio. Camino descalza hasta la habitación de Noah. Empujo con suavidad la puerta y la miro en silencio. Reposa boca arriba, los brazos sobre la cabeza y los puños cerrados, las piernas estiradas y los pies inertes, serena la expresión del rostro, la boca pequeña entreabierta. Huele a bebé sudado, aún siendo ya una niña bien crecida.
    Me preparo un té y me lo llevo a la terraza. Me siento en la silla de jardín y noto sus barras metálicas bajo el cojín plano y sin relleno. Dejo la taza sobre la mesita a juego. El reloj de la plaza marca cuarenta y dos grados. Para mí está siendo una edad abrasadora, sí. Mamá se fue al asilo de la montaña y no regresó jamás. Soy una huérfana. Sola en el mundo. La siguiente. Nadie me arropará ya nunca. Nadie fingirá creer que estoy dormida cuando finja estar dormida. Nadie me acariciará la cabeza desde arriba. Nadie me hará leche con galletas para merendar. Nadie me acogerá en silencio, sin preguntas. Nadie me mirará y comprenderá de veras. Alemania. Tenerlo todo y despreciarlo por una ensoñación. A mí no se me ha perdido nada en Alemania. Y a mi hija tampoco. Mi viaje, mi aventura en la vida, ocurre por dentro. Todo el tiempo. Yo ya tengo mi Alemania. Todos la tenemos, si queremos verla. Pero si miras el mundo con ojos prestados te quieres marchar a Alemania. Tumbar de un manotazo nuestro precioso castillo de naipes. Como si construirlo hubiera sido un pasatiempo. Lo que pasa es que Noah y yo vivimos dentro de él, y nos gusta mucho. Cuando la gente se marcha a Alemania, o a un asilo en las montañas, nunca regresa. Y eso es porque se han ido antes de emprender el viaje. Y yo me quedo sola. Un pajarito oscuro se posa sobre la barandilla del balcón y gira su cabeza nerviosa en todas direcciones. Canta unos segundos y desaparece, en busca de un nuevo reposo. Recuerdo la primera vez que mi madre vio el mar. Sesenta años dentro de ella, el mar. Una imagen en la televisión, una descripción en un libro, un sueño de verano. Aquel agosto me la llevé, una semana las dos solas. Noah aún no existía. Era también una imagen, una descripción, un sueño. Mi madre caminó hasta la arena en silencio, se sentó, lloró y no dijo nada. Después, comimos los sandwiches que ella había preparado. Una ráfaga de aire caliente –arde la piel– trae un envoltorio de plástico. Lo recojo del suelo. Es rojo y brilla y es de un chupachups, y lo sujeto entre mis dedos, y noto su tacto rugoso, y lo froto y hace frufrú y es una música la que oigo, al menos para mí lo es, efímera, sencilla y muy real. Lo dejo sobre la mesa, junto a la taza, pero al poco viene otra ráfaga –ésta me resulta extrañamente gélida– y se lo lleva.
    Siento frío por dentro y regreso a mi cama. Me tumbo junto a David. En Alemania hace mucho frío y llueve, la gente habla como enfadada; estoy segura de que allí no hay pájaros y de que mi madre tampoco está. La casa se me cae encima, tan en silencio, tan caliente. Yo respiro y parpadeo, aunque ya no puedo ver el código de barras en las manchitas de luz. Se han vuelto borrosas. Un camión de la basura se detiene bajo nuestra ventana. Escucho el ruido del motor y el trajín de los cubos. Un olor a gato muerto se adueña de la habitación. Miro a David mientras duerme. Él también seguirá viviendo, como las ratas entre las ruinas. Pero vivirá. Y mientras se está vivo siempre puede ocurrir algo.

Propuesta de final previo, Hotel Kafka.


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