miércoles, 4 de septiembre de 2019

Máximo



Durante todo el siglo XXI, la degradación e infantilización de las sociedades occidentales, y en concreto la española, parece no tener fondo. Compuestas por generaciones de individuos con rasgos desdibujados en cuanto al carácter, los valores y la épica de la existencia, pero bien definidos en su egoísmo, cobardía, pusilanimidad, cortoplacismo, hedonismo barato y capacidad para la mentira sin sonrojo (el famoso Relato, que comparte raíz con Relativismo). Individuos que no damos para un único retrato eterno de pincel y recargado marco que plasme nuestra poderosa alma, sino que más bien parecemos la piel reseca y desechada que ha dejado atrás la serpiente retocada que aparece en miles de fotos utilizando nuestra cara. 
El homo sapiens ha sido sepultado. 
El individuo, despedazado y el ciudadano ha entregado su alma al diablo: la promesa de la felicidad eterna. Aún así, siguen siendo estas tres las únicas de entre nuestras condiciones que nos acercan un poco a la libertad y a una vida con sentido.
Las personas nos hemos vuelto tan ignorantes que nos hemos dejado arrebatar las conquistas de las grandes civilizaciones antiguas y de los últimos 500 años. Ahora sólo somos un conjunto pegajoso y maleable de identidades que nos definen como opresor u oprimido, víctima o verdugo, pudiendo ser una cosa o la otra en función de quién esté hablando y en qué semana lo haga. Y esa siempre ha sido la antesala del tribalismo y la confrontación, la cual degrada en todo tipo de violencias. Todo esto define el triunfo de los ignorantes y los mediocres persistentes sobre una masa de ignorantes y mediocres mentalmente débiles y humanamente perdidos, yonquis de la siguiente dosis de sonrío, disfruto y lo cuento, antesala de la caída maniacodepresiva que siempre llega y, oh, nos pilla desprevenidos y débiles.
Cada vez hay que mirar más lejos y a lugares más vacíos si lo que uno desea encontrar es algo que tenga un poco de sentido.
Nos merecemos cada cosa que nos pase. Ni siquiera somos los que eligen la pastilla azul de Matrix para permanecer en nuestro sueño. Somos más bien el abyecto judas que traiciona a los suyos para que le reingresen en la maldita cápsula de colores de la felicidad eterna, encantado de que nuestra sangre y nuestra carne sirvan de comida para un sistema degradado, el mismo que despedaza nuestro reblandecido y viscoso cerebro en las cuchillas del último modelo de temor-mix.
El único ser vivo conocido consciente (y el único consciente de su propia muerte, de lo cual ya dudo) reniega de su naturaleza intrínseca y de las grandes conquistas que nos elevan un poco del sufrimiento y nos convierten en privilegiados, para ponerse en manos de iletrados verborréicos infantiles y egoístas que nos clasifican, nos datan, tatúan sobre nuestra superficie pulida, lisa, vacía y brillante nuestros números de serie, esos que nos dictan qué bala somos, mientras nos utilizan como su munición y nos disparan contra nosotros mismos, esperando emerger de entre nuestros despojos como auténticos salvadores, en un patético drama que siempre termina mal para los mismos.
Transformar una bala roma en un cuchillo afilado parece tarea imposible y cada vez me da más la impresión de que efectivamente lo es. Es imposible.




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