lunes, 4 de febrero de 2019

Dentistas con alma




    Mi deseo más profundo en la vida, mi anhelo de felicidad más íntimo ha sido, desde que tengo recuerdos, ser una fracasada. Escaparme de la escalera de la vida, esa que sube esforzadamente cada peldaño para, sin remisión, volver a bajarlos todos hasta regresar al punto de partida: la no existencia. Siempre he soñado con recorrer un sendero más o menos recto y sin desniveles, bien pegado al suelo, que me evitara tanto ajetreo para, al final, terminar igual que todos: pasto de los gusanos y completamente olvidada. Para ello, he hecho todo lo humanamente posible para evitar estar expuesta. Sí, expuesta a la mirada de otros. Esa mirada que lleva soldada tantas opiniones sin fundamento, tantos deseos irracionales, tanta ignorancia desenfadada, tanta maldad disfrazada, tanto egoísmo latente. Expuesta a que existas para alguien, te tome como su centro del mundo, te crea el clavo de su abanico, y te obligue a subir los peldaños de su predecible, aburrida y complicada vida, en la cual un insignificante y efímero ser vivo cree que todo lo que le pasa es protagonista y todo lo que le pasa a una es secundario. Que una sufre, vive y muere por un bien mayor, que es su conjunto de pequeños triunfos –uno detrás de otro, uno detrás de otro, tan diminutos y olvidados--. Mi deseo es no ser vista, no ser escuchada; ni siquiera olida. No ser odiada pero tampoco amada, que no me envidien ni me deseen ni me propongan por mi valía ni me alaben por mis méritos, ni caer bien ni mal ni regular sino más bien al contrario. No saber ni ser sabida, no sentir ni ser sentida, no pensar ni ser pensada. No tener opinión y no ser opinada. Ni religión, ni política ni aficiones; no soñar ni ser soñada. Ser como la materia oscura, pero tal y como es ella, ni oscura ni clara. Y tan solo sospechada. Presente y ausente. Una materia que no existe.
    Pero por mucho que yo no lo quiera soy materia que existe y se degrada. Soy piel y huesos y carne. Soy vísceras y uñas y humores viscosos, malolientes. Soy ojos que dejan de ver y oídos que ensordecen y rodillas que duelen. Uñas que crecen y pelo que se ensucia y dientes que se pudren: dientes, que se pudren. Soy una mujer fuerte, sana, que no ha sufrido grandes penalidades. He envejecido bien y he conseguido que el mundo no sepa que existo. Tan solo tengo un talón de Aquiles: mis dientes, se pudren. A causa de ellos, me he visto obligada a salir al mundo y ser vista, revista y revisada, oída y escuchada, habiendo tenido la fortuna de ir a parar a la consulta de un dentista que se centra en mi boca e ignora el resto de mi ser por completo. Sospecho que no es falta de humanidad, ni frialdad ni indiferencia. Simplemente, compartimos el mismo y profundo deseo: que nos dejen en paz.
    Pero cuando mi marido murió yo fallé. Éramos como dos gatos en la misma casa pero él se fue y me dejó sola. Supongo que el primer soplo de aire que entra por la ventana rellena el vacío de la silueta ausente –felina--. En mi caso fue por la radio. Una voz; música; unos mensajes calculados, directos a mis débiles y solitarias neuronas. Y reaccioné. Interactué. Me moví. Cogí el teléfono y llamé a Dentistas con Alma, como si mi dentista de toda la vida no la tuviera, por mucho que me la ocultara, que no la expusiera, tal y como hacía yo. Quizá la que había perdido su alma era yo misma, que no sé si era la mía, tan liviana, o la de mi marido. Caí en la trampa de la voz dulce y amable que sin embargo no para de hablar y no te deja pensar mientras te dice lo que debes hacer y sentir y esperar –anhelar-- y pagar. Y casi sin darme cuenta me encontré subida en un autobús que me recogió en la Plaza Elíptica, papeles para una financiación en mano, camino de una clínica dental de siete plantas junto a la Estación de Atocha. Muy visible, muy poco en paz y muy sola.
    Ahora soy una mujer sin dientes podridos. Tampoco tengo los sanos. Unos tornillos de titanio perforan mis senos y otros aplastan un nervio de mi mandíbula. No puedo llevar las prótesis que van sobre ellos y no puedo dejar de pagar al banco una letra que devora mi pensión de viudedad. Las infecciones y el dolor me atormentan desde hace meses. Ellos son Dentistas con Almas, porque cerraron y se llevaron la mía y la de muchas personas más. Mi espíritu era liviano, casi inexistente: era fácil arrebatármelo. Mi salud y mi dinero también. Mi gato se marchó y quedé expuesta. Fui sabida y pensada. Y después, claro, fui engañada, manipulada, robada y torturada. Fui utilizada y abandonada. Aplastada por una manada.
    He regresado a mi dentista de siempre. Me he sentado y he abierto la boca, sin hablar. Él se ha acercado y ha colocado su espejo dentro. Me ha revisado y me ha explicado todo lo que hay que hacer para acabar con mi sufrimiento. Nuestros ojos no se han cruzado. No había rencor en su voz. No ha pensado ni sentido ni juzgado. Es un profesional. Además, me han contado que su esposa falleció hace bien poco. Creo que lucha por no quedar expuesto, como yo, y que alguien le arrebate, en un descuido, el alma y la paz.



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