No
es nada común ser consciente de la complejidad de cada hecho que nos
acaece ni de las consecuencias de nuestras propias acciones. Por
tanto, no es nada corriente encontrar a una persona que sea
consciente de lo complejo que resultan nuestros órganos de los
sentidos aunque, como casi siempre, los que se dedican a ganar dinero
manipulando nuestro comportamiento, sí que lo sean. Y es que
tendemos a creer, con cierta ingenuidad y simpleza, que nuestros
sentidos se identifican con el órgano de captación – ojo, oído,
nariz, boca y piel –, olvidándonos de las vías de transmisión y
de su área cerebral correspondiente, a su vez imbricada de manera
compleja en una red caleidoscópica de axones y tumultuosas
conexiones. Bien lo saben, digo, los que profundizan en los detalles
del comportamiento humano, tomando la dirección contraria a la
mayoría. Se olvidan del órgano captador y se centran en el estudio
y manipulación de sus áreas correspondientes.
Y es que quiso la fortuna, los dioses o el mero azar que, en un
terrible accidente de moto que pudo haber dado fin a mi discreto
periplo por el mundo, perdiese yo el sentido del olfato y quedara
prácticamente sordo. Me recuperé de múltiples fracturas y superé
un año en cama y la depresión que me produjo el hecho de tener que
digerir que a partir de aquel momento nada sería de nuevo igual. Sin
embargo, con el tiempo y debido a una natural tendencia humana a
seguir adelante, me di cuenta de la obviedad de que podía haber sido
peor y de que, quizá, se me abrían nuevas puertas. Regresé a mi
natural ignorancia de dios, el que sea – tras pasar, postrado en
cama y sin nada mejor que hacer, por fases de odio y amor, y amor y
odio, otra vivencia religiosa más, tan manida y antigua y simplona
que no merece la pena hablar de ella –, y volví a interesarme por
el mundo.
Siempre me he considerado persona observadora para el comportamiento
y reflexiva con el origen de sus acciones. Cuando te quedas sordo el
lenguaje no verbal se convierte en una especie de supernova de
información, y además te das cuenta de que aquella opinión que
tenías, sí, aquella que dice que noventa y nueve de cada cien palabras que
brotan por la boca de un ser humano común carecen por completo de
interés, o directamente son dañinas o anodinas o meros sonidos o
tics o repeticiones cansinas o inercias o patadas al lenguaje o
simplezas o basura, era cierta. Porque todo lo interesante y valioso,
toda la información y la emoción que un ser humano comunica, quiera
o no quiera, no está en las palabras. Por eso la literatura es arte
y pensamiento puro y diversión. Porque es el único espacio en el
que el lenguaje lo abarca todo y lo transmite todo, el único barco
que supera el escollo de los órganos de captación y activa, como
por arte de magia, las áreas cerebrales de todos los sentidos. Sin
embargo, en la calle y para un sordo, las personas terminan
componiéndose de gestos, de movimientos corporales, de actitudes. Ya
no se necesita discernir lo verdadero de lo falso porque está todo
ahí, entregado sin pudor a ti, como un libro abierto, en cada
movimiento de su cuerpo. Y sabes quién miente, sí, pero también
quién tiene miedo, o es soberbio o tímido o cruel o ladino o pura
luz. Quién es noble o mundano o rastrero o pulcro y aseado. Quién
ama o quién odia o quién regala su alegría. Quién no movería un
músculo por ti, pese al adorno de sus palabras, y quién estará a
tu lado cuando vienen mal dadas. El hecho de no poder escucharles se
convierte en una liberación, y abre las puertas a un campo de
relación con las personas más real, por medio de una sinceridad no
pedida y que es dada sin consciencia. Las personas quedan desnudas
ante tus ojos y esa experiencia puede ser descorazonadora y
decepcionante, pero también puede ser la oportunidad de convertirte
en un explorador único en busca de tesoros ocultos – las menos de
las veces, para qué engañarnos –. También te vuelves plenamente
consciente – ya lo sabías antes, en el fondo lo sabemos todos –
de que la gente no escucha, ya están todos sordos, y que lo único
que les obliga a escuchar es el propio interés y que, por tanto, las
pocas veces que escuchan se están escuchando a sí mismos. Escuchan
su odio o sus miedos o su avaricia o su vacío – el eco que
reverbera en las paredes de la nada, uno de nuestros mayores secretos
– o su deseo, cuando se encuentran contenidos en las palabras de
otros. Así que prosigues en igualdad de condiciones o, bajo cierto
punto de vista, has mejorado. Has perdido la capacidad de escuchar el
ruido, sí, ese que está vacío de contenido o que activa los peores
comportamientos o sentimientos o complejos de cada simplona alma
humana.
Pero es que además sufro de anosmia. Cuando me lo escribieron en un
papel, me llevé la mano al culo, de forma instintiva. Seguía ahí y
ahí continua, parte musculosa y grasienta del cuerpo humano, ideal
para ser pateada sin que duela demasiado y casi ni te enteres,
perfecta para ser penetrada e incluso desgarrada cuando el agresor
desea dar noticia de su voluntad de herir. Pero no era eso, no. Lo
que me ocurría es que había perdido la capacidad de oler. He de
confesar que no resultó para mí ni mucho menos una gran pérdida
por dos razones: mi capacidad olfativa era ya de por sí baja y,
además, era extremadamente sensible cuando funcionaba. Determinados
olores ostentaban sobre mi persona el poder de expulsarme de una
habitación o impedirme el paso a ella. Otros me provocaban la arcada
compulsiva, descontrolada, arcaica y defensiva. La mayoría de los
perfumes de mujer me generaban un rechazo mayúsculo hacia la persona
disfrazada con sus efluvios, ya fuera por su agresividad impositiva,
por su vacío o por su manifiesta voluntad de manipulación, apelando
a mis más básicos y primitivos instintos. Así que, tras la
correspondiente y ya mencionada fase depresiva, comencé a valorar mi
capacidad – que no incapacidad – de no oler como una bendición.
Y es que en una sociedad desarrollada y preventiva frente a los
peligros más básicos el sentido del olfato, como protector de la
vida, pierde casi toda su utilidad. Continúa sin embargo siendo una
puerta abierta al engaño y la tergiversación, acceso que se acababa
de cerrar para otros no en sus propias narices ni en las mías, sino
dentro de ellas. Pero hete aquí que quedó afectado mi órgano de
captación y sus correspondientes transmisores, pero permaneció
funcional su área de discernimiento. Y es posible que nuestro órgano
rector sea tan complejo y sabio – el órgano en sí, que no
nosotros, complejos en lo visceral pero poseedores de una natural
tendencia a la simpleza del intelecto y al orgullo por poseerla –
que sea capaz de redireccionar toda la experiencia y la información
acumulada en el discreto arte de oler, y ponerlo al servicio, por
medio de su espléndido sistema de comunicaciones libres de peaje,
del resto de áreas que lo componen. Y uno adquiere o resucita o
recupera o activa o potencia ese sentido tan animal y necesario y
perdido que es el instinto. Por extraño que parezca, comienzas a
oler comportamientos. Inseguridades. Pavores. Secretos inconfesables.
Traiciones larvadas, su latir ansioso, su espera hirviente. Envidias.
Falsedades. Enconos y odios con disfraz de sonrisa. Ladrones.
Asesinos. Manipuladores disfrazados de buenazos. Puedes oler a través
de los poros de la piel, hueles por los ojos, tu lengua saborea el
olor ajeno. Casi puedes tocar su hedor, están ahí, expuestos, todos
los secretos y todas las virtudes y todas las miserias, en ese olor
denso que no huele pero que te inunda a través de todos los sentidos
menos por el que has perdido.
Se abren nuevas puertas. Se trazan caminos en la espesura o en la
nada. Se corren las cortinas y se hace la luz. La ventana abierta
acoge una brisa fresca y renovadora. Se retira la venda de los ojos.
Se derriban murallas. Se envían naves sensibles hacia la nada, en
busca de los misterios del universo. Se sincera un corazón. Se deja
correr el agua de un grifo. Se canta, por fin, una canción. Se llora
por primera vez, al estrenar el silencio. Se salta al vacío, la vida
suspendida por una simple cuerda y lastrada por el ansia de emoción.
Hierve el café recién hecho, y rebosa a borbotones de la cafetera
olvidada. Se saluda con franca ilusión a la desconocida que brilla.
Se emprende una aventura alocada y condenada al fracaso. Sí, eso, se
canta, por fin, una canción. Esa puedo oírla. Vibra y puedo oírla.
Es la que me transforma y de la que bebo la vida.
Hay mucha gente que quiere cosas de ti y no lo sabes. Gente que no
sabes que existe y que quieren cosas de ti que no sabes que existen.
Puede que seas su carnaza y puede que yo trabaje para ellos. No sabes
si soy bueno o malo y yo tampoco lo sé. ¿Qué es eso? Un concepto tan simple como subjetivo y, por lo tanto, inválido, si se permanece en la gama de grises. Pero te veo y te escucho,
sí, te escucho, y te toco y te huelo, sí, hueles muy fuerte, y te
toco sin usar las manos y te saboreo con mi nariz que sólo capta
oxígeno y con el cartílago retorcido de mis orejas. Estamos juntos
en esta habitación. Estate alerta si lo que quieres es engañarme.
Puede que para hacerlo necesites dejar de engañarte a ti mismo. Y
eso es imposible. Porque yo lo oigo y lo huelo todo. Todo menos a mí
mismo. Y, en mi experiencia, es una gran ventaja. La ventaja de dejar
de oler el ruido.