AIRE
El tren transita lento sobre sus raíles. Por la ventana desfila
suave un paisaje que se me antoja bello. Hace tiempo que nos hemos
librado de la ciudad y nos acompañan escenas de campo y labranza,
idealizadas desde el asiento y el aire acondicionado. Jugueteo con un
aureus de Marco Aurelio, una moneda falsa fabricada en China. Baila
entre mis dedos en un desesperado intento por hacerla desaparecer.
Brilla como el oro auténtico mientras salta de un nudillo a otro y
se me escapa en el último momento. Suspiro mientras mi mirada se
entretiene con las imágenes de un país siempre en ruinas, siempre
de fiesta. Observo por fin el interior del vagón, ocupado por una
docena de personas. La mayoría miran en silencio la pantalla de su
teléfono móvil. Otras conversan, si se puede llamar así, a gritos.
Nada nuevo.
Mi repulsa por el género humano se va creando huecos cada vez más
grandes y eso debería preocuparme. Pero no me preocupa. No puedo
evitar imaginar los cuerpos arrellanados en los asientos, ocultos
tras los consabidos trucos visuales de la ropa. Puedo ver las piernas
delgadas y peludas, sin fuerza. Los culos enormes y las fajas de
grasa. Los brazos enclenques y los hombros redondos o huesudos,
débiles y feos en cualquier caso. Las arrugas y los pliegues. Las
cicatrices y las manchas de la piel, que es demasiado blanca, sin
vida. Veo el pelo aceitoso y la calvicie. Veo lo que hay bajo el
maquillaje. Veo las bocas podridas y las uñas sucias. Las vísceras
gastadas y enfermas. Los fluídos corporales, su hedor. Veo la vida
sedentaria, acomodada y opulenta que degrada la especie. Veo la
vejez, la presente y la latente, veo la descomposición y el olvido.
Leo las mentes obsesivas, y las simples, las que están dominadas por
la envidia, o por el ego, o por la codicia. Puedo sentir la
ignorancia y la frialdad. La soberbia que nace de ellas. Lo
superficial y lo ambiguo. Lo mundano. El dominio del placer sobre la
razón, en sus más diversas formas, tan simples o tan complejas.
Escucho conversaciones que despellejan a los ausentes con la alegría
dominante de la juventud agresiva. Qué poco conscientes somos de lo
corta e intrascendente que es nuestra vida y la de los demás. Se
canta a las virtudes desde tiempo inmemorial, por ausentes. Es una
llamada. Un deseo desesperado. Un clamor del género humano por
librarse de sí mismo. Somos un cúmulo de capas de ropa, maquillaje,
objetos y palabras que tratan de ocultar nuestra lenta muerte y
nuestro vacío. La condena de la consciencia. No sabemos qué hacer
con ella. Es terrible. Quizá por ello cada homo elige algo
con lo que entretenerse hasta la muerte. Cualquier cuento o mentira
nos vale. El amor romántico, la religión o la política, la
codicia, la venganza, la bondad, el altruismo, el miedo… Atemoriza
no saber, en el fondo, qué hacer con esta maldita consciencia. La
vida se hace larga, muy larga, sin mentiras. Somos todos unos
narradores geniales. Y nuestro mejor público. Esa voz que cuenta
cada historia personal, ¿de quién será? Ese batiburrillo
insufrible e inútil que llamamos, de forma tan atrevida,
pensamiento, ¿quién o qué es? Se apagará, junto con nosotros,
cuando nos convirtamos en una sombra, primero, y después, en nada.
Sigo jugueteando con el aureus. No consigo hacerlo desaparecer.
Decido, por fin, levantarme y depositarlo sobre mi asiento. Abro la
parte alta de la ventana y saco la mano que lo sostenía. Puedo
sentir el aire veloz entre mis dedos, tocarlo con mis yemas. Veo
ahora cómo las lineas de mis huellas se despegan y se desmenuzan en
el aire hasta que desaparecen. Lo mismo les ocurre a mis dedos, y
después a mi mano entera. Voy asomando el brazo, y después el
hombro, la cabeza, y el resto del cuerpo, que se fue, desapareció, y
con él, también, el pensamiento. Diluido en el aire.
FUEGO
Una cocina cualquiera. Personas alrededor de una mesa, frente a sus
platos llenos de comida, sus vasos de agua y vino, sus cubiertos, sus
servilletas. Una conversación plana, insulsa, repleta de lugares
comunes, de formalismos, de frases mecánicas, encadenadas a sus
correspondientes pensamientos simples, como casi todas las
conversaciones. Vacío. Ojos nublados. El cuerpo pesa. No hay
energía. Después, como un resorte, los cerebros sin estímulo se
aburren. Faltos de imaginación, inventan lo de siempre. Una
discusión estúpida. Lo más ridículo e intrascendente. Tan sólo
es una escusa. Gritos. Lloros. Aspavientos. Palabras airadas.
Insultos. Drama. Ya está. Ya están entretenidos.
Me levanto de la mesa. Nadie hace caso. Arrastro los pies. Los gritos
aumentan pero yo los oigo lejos. Abro la puerta que da al jardín.
Salgo al exterior. Siento el calor del sol, que hoy está hecho de
fuego y hiere. Pero a alguien le sirve. Puedo verlo. El viejo árbol.
Me siento con la espalda apoyada contra su tronco, de cara al sol.
Puedo notar su corteza rugosa a través de mi camiseta. También
siento el fuego. Sudo. No quiero que me queme. Sé lo que tengo que
hacer. Subo mis brazos, giro las muñecas y apoyo mis palmas y mis
dedos sobre la corteza del árbol. Poco a poco, me fundo. Me
convierto en madera. El árbol me va tragando. Desaparecen los
brazos, la espalda, mi cabeza… Ya no quema el sol. Ya vuelve a ser
el fuego de la vida. Ya soy el árbol.
TIERRA
Caminamos junto al yacimiento arqueológico. Un grupo nutrido. Mucha
gente baja, gorda, calva y mal vestida. Lo de siempre. La ignorancia
dibujada en sus caras. La inercia del turista les ha traído hasta
aquí. Lo importante es la comilona y el vino. Y la cerveza.
Cualquier rollo sirve, como éste.
Ella habla de los orígenes de nuestra especie. El de la tierra,
cinco mil cuatrocientos millones de años. El del homo, dos
millones y medio. El sapiens, unos cien mil
años. Para este viaje no hacían falta tantas alforjas. Hemos tocado
techo. El final de la subida ha sido meteórico. La caída también
ha comenzado a serlo. Nos volvemos imbéciles de nuevo a una
velocidad pasmosa. Nuestras habilidades se esfuman día a día,
minuto a minuto, al mismo ritmo que entregamos la relación física y
mental con el mundo a las máquinas y al cerebro virtual colectivo.
Ese que nos esquilma a través de sus terminales. Ha sido bonito
estar por aquí hasta hace bien pocos años. En un momento álgido de
la sinfonía.
Puedo ver la tierra escavada. Los estratos, sus miles y miles de
años. Los andamios que los enjaulan, los arqueólogos, sus
herramientas. Salto la valla. Ha sido fácil. Esto todavía puedo
hacerlo. Nadie se ha dado cuenta. Sé que en la parte baja de la
cueva han encontrado a nuestro ancestro. Bajo hasta allí en
silencio, procurando no tirar nada, no hacer ruido, no molestar, no
llamar la atención. He llegado. Observo la tierra roja de la pared.
Cojo una espátula y rasco alrededor de un objeto pequeño. Paso el
pincel. Un diente. Me emociono. Lo dejo sobre el suelo de madera del
andamio. Apoyo mis uñas, las manos en gesto de garra, sobre la
tierra. Como si fuera a escarbar. Estoy hecho de minerales. Mis dedos
se funden con la tierra. Desaparecen, despacio, mis manos. Las
muñecas, los codos, los hombros, la cara… Yo soy la tierra. Sin
cuerpo y sin mente. Sólo tierra.
AGUA
Partimos desde el valle. Buscamos el origen. Subimos la pendiente.
Primero, las vacas pacen en prados fluorescentes. Los caballos vuelan
en grupo sobre la tierra, crines y pezuñas de piel brillante.
Después, las cabras mordisquean las paredes verticales, colgadas de
su estupor. El oso humillado se esconde en los restos del bosque
moribundo. Monos deprimidos tras el cristal del zoo, indios
alcohólicos en la reserva. Los ratones muertos cruzan el camino. Y
las hormigas. Seguimos el curso del río, hacia arriba. Se asoma
tímido entre la foresta. Cada vez se deja ver más. Ahora ya fluye
sobre praderas altas. Luego, entre los canchales. Emana el agua de la
roca. El nacimiento. Pero nosotros sabemos que no es así. Seguimos
subiendo. El camino sobrevuela el abismo y los confines del mundo.
Alcanzamos praderas secretas desde las que se tocan las estrellas.
Podemos sentir el agua horadando la roca milenaria. Fluye por las
entrañas de la tierra. Antes de eso, llovió. No sabemos volar. El
origen no existe. El círculo es cerrado pero no nos permite seguir.
Regresamos. ¿Quizá en el otro extremo? Bajamos siempre juntos. Qué
alegría, vuestra compañía. Sois mi pasado, mi presente y mi
futuro. Y mi única eternidad. Volvemos junto al río. Escuchamos su
murmullo, en silencio, quietos. Exploramos la cascada y sus aguas
cristalinas. Una laguna que es un paraíso. Regresamos junto a ti, la
vida, cada vez más ancha y caudalosa. Entramos en ti. Con canoas de
colores que patinan sobre tu lámina brillante y límpida. Reflejos
plateados de una magia atávica, piedras nítidas, mosaico
hiperrealista. La vida nada en tu seno con forma de pez o vuela en
mariposas pintadas de añil. Nos dejamos llevar por tu corriente.
Somos felices juntos. Cuánta belleza y cuánta paz. Eres alegre
porque nosotros también lo somos. Eres silencio de pájaros, eres la
serenidad de tu verdad eterna. Te entregas al mar. Lo nutres. Lo
haces más grande y un poco dulce. Por un rato al menos. En un
pequeño lugar del mundo, sin importancia.
Allí dejamos las canoas,
en la playa. Corremos por la arena pulida y brillante. Refleja el
cielo y las nubes, y nuestra efímera belleza. Nuestras huellas laten
hasta que las borre la marea. Muy pronto. Corremos y estamos vivos, y
todo es aire salado y olas que rompen suaves en nuestros oídos. Y
vuestra risa, vuestra alegría. Cuánto os quiero. Sois una eternidad
fugaz, a cada instante. El mar os acaricia los pies y estalláis en
mil colores. Ya no hay quien os pare. Las olas son el trampolín de
vuestra luz. Os teñís de azul turquesa, de verde jaspeado, de
espuma nacarada. Sois todo risa y ensueño. Me voy con vosotros.
Hemos llegado al otro extremo. En busca del origen. Ese que no
existe. Sois vosotros el agua de vida y yo la bebo.