Cómo iba nadie a prever semejante desgracia ni ninguna otra que nos
sobrevenga. Nuestra vida pende del hilo del azar pero vivimos como si
fuéramos inmortales y como si nuestros más allegados poseyeran a su
vez semejante don. Pero ahora nada puede remediar que Roberto está
muerto. Lloro todo lo que acumulé en nuestros cinco años de
matrimonio, en mi dormitorio, oculta a los ojos de las niñas - siempre niñas -, que
ven una película en la televisión del salón. Me derrumbo por
fin a solas en esta lujosa habitación, en esta casa de tres plantas
con jardín, en esta exclusiva urbanización que habremos de
abandonar porque siempre nos quedó grande.
Repaso de manera obsesiva los acontecimientos de aquel día aciago.
Roberto apareció empapado bajo el umbral de la puerta, asediado por
una lluvia torrencial. Había venido en taxi y sin paraguas. Estaba
calado hasta los huesos, la camisa blanca ahora transparente pegada a
su cuerpo, y parecía derrotado, hundido por los acontecimientos. Le
permití pasar y le ofrecí una toalla y un secador de pelo en un
vano y educado intento de evitarle un resfriado o algo mucho peor. Le
invité a sentarse en el sofá, uno de esos objetos compartidos que
perduran a través de los años de ausencia por mera utilidad.
También por la pereza que él mismo acoge cada atardecer, tras una
dura jornada. Roberto había dormido allí muchas noches, cuando
regresaba de madrugada completamente borracho. Ahora se sentaba en él
para utilizarlo a modo de confesionario improvisado.
Éramos muy jóvenes cuando Roberto convirtió mi vida en un
infierno. Llegaba todos los días bebido y drogado a casa y me
pegaba. Nuestras hijas son fruto de dos violaciones. Me convertí en
una sombra de mí misma, una pelele en sus manos y en las de sus
desprecios. Me convenció de que yo era basura y de que merecía ser
tratada como tal. No soportaba estar ni un minuto con sus hijas y
pronto comenzó a golpearlas y a gritarlas también. Se lamentaba de
su suerte, rodeado de mujeres inútiles y estúpidas. Sin embargo, un
día cualquiera ya no volvió más. Había conocido a una chica
preciosa y salvaje que imponía su ritmo desenfrenado por encima del
de Roberto. Desaparecieron él y su dinero, y tuve que apañármelas
como buenamente pude. Fueron años muy duros, de trabajo y soledad.
Soy una mujer paciente. Poseo la virtud de resistir y saber
esperar. Nunca tuve una mala palabra hacia él delante de las niñas.
A veces pienso que sería mejor no pensar ni decir ni hacer nunca
nada, cuando se piensa o dice o hace – siempre – cobran vida las
palabras y los actos y ya no nos pertenecen, vuelan solos para ser
tamizados por otros y, las más de las veces, regresan a nosotros
transformados en interpretaciones que nos interpelan o requieren, que
nos refutan o critican, que nos ponen en duda o insultan o pretenden
de nosotros atención y escucha y cariño cuando no deseamos darlos.
Al cabo de muchos años Roberto reapareció en nuestras vidas. Más
bien en la mía, ya que comenzó a visitarme cuando las niñas no
estaban – facultad, novios, viajes, fiestas, nunca estaban – El
tiempo le había convertido en un hombre maduro y aún más adinerado
y exitoso y arrogante que había dejado la bebida y la cocaína atrás
en un centro de rehabilitación y había superado sus traumas gracias
a un buen psiquiatra y a una pastilla diaria. Débil de carácter,
acepté su regreso y mi nuevo papel de confidente, de vieja amiga,
como si todos los golpes e insultos, la rabia, el desprecio, la
humillación, no hubieran existido jamás.
Aquel fue otro día más de los muchos en los que buscaba refugio
cuando las cosas se le torcían. Había descubierto una infidelidad
de su nueva y flamante esposa, veinte años más joven que él, con
un compañero del trabajo. Me pidió que le sirviera un güisqui
entre sollozos y le recordé que no debía beber. Entonces se levantó
repentino y brusco, agarró mi muñeca con fuerza y me gritó que le
pusiera un güisqui, coño. Tuve miedo, regresaron a mi mente los
fantasmas del pasado, se lo serví. Elegí el vaso más grande, lo
llené hasta el borde con ese líquido ambarino, veneno para los
impulsos que transmiten las neuronas. Después Roberto contó y yo
escuché. Explicó y consolé. Se lamentó y le apoyé. Bebía y
hablaba, y volvía a beber, y yo, autómata que asiente y regala su
oído y rellena la copa. Cada vez que él dedicaba una mirada fugaz a
su vaso vacío yo rellenaba la copa, como antaño, pobre de mí. Su
cara crispada y embotada, sus gestos agresivos, sus palabras
hirientes, ese anillo que tantas heridas había infligido en mi cara
y en mi cuerpo agitándose frente a mis ojos en su dedo, ese que se
levanta y dicta cómo ha de ser el mundo. El olor del alcohol y el
sudor mezclados, tan familiar el efluvio del pasado doloroso, el
ambiente se carga, y dentro de mí crece el miedo a lo que va a
pasar… Relleno la copa, avivo la llama, incendio el cerebro que es
ya maduro y aún más torpe, emborracho un cuerpo compuesto ahora de
músculos flacos y débiles, de fajas de grasa amarilla y
persistente, de vísceras gastadas y carcomidas por los excesos.
Roberto dijo que se marchaba y yo no se lo impedí. Aún me daba
miedo. Me pidió mi coche, no vivía lejos, me lo traería al día
siguiente. Le entregué las llaves y él salió tambaleándose a la
noche torrencial y desapareció conduciendo calle abajo.
Yo fui al baño y tomé mi antidepresivo. Esa pastilla que me
mantiene viva y ausente desde hace veinte años. La que consigue que
exista como si mi vida le pasara a otra, que embota el pensamiento y
el habla y la misma acción que ellos conllevan y me libra de decidir
si vivo o muero, o de hacerme responsable de lo que yo piense, diga o
haga, incluso de darme por enterada de las voluntades, palabras y
actos de los otros. Los recuerdos y el dolor fueron desapareciendo
poco a poco, se diluyeron en ese placentero vaivén que acuna y
acurruca el cuerpo sobre la cama sin abrir. Reconozco que lo mezclo
todo, que ya no distingo. Mis dos matrimonios fallidos son para mí
una única masa de sufrimiento. Olvidé decirle que las luces del
coche estaban rotas y que no somos inmortales.
Hoy tomo también mi pastilla como cada día y lloro porque la vida
siempre ha dolido y duele también la muerte. Aunque ya me he
acostumbrado. Soy una mujer paciente.
Propuesta de narrador tendencioso, Hotel Kafka.
Propuesta de narrador tendencioso, Hotel Kafka.
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