lunes, 14 de noviembre de 2016

El desencantado, de Budd Schulberg

    Hay libros que le dejan a uno sin aliento, y El desencantado es sin duda uno de ellos. No porque sea una trepidante novela de aventuras, lo cual es en cierto sentido, sino a causa del torbellino emocional en el que se ve uno implicado. Schulberg utiliza su experiencia como guionista de Hollywood junto a Scott Fitzgerald para construir un relato que parece reconciliar una pasión icónica por los años veinte con su posterior crítica feroz. Su alter ego, un joven guionista llamado Shep, se embarca en la escritura de un guión junto al famoso escritor Manley Halliday. Amor sobre hielo es una comedia tonta y vacía garabateada por Shep y que Víctor Manim, poderoso director de estudio hollywodiense, espera que Halliday convierta en una obra maestra gracias a su genio literario. Ese toque, esa magia, desapareció con el fin de la década de los veinte en la cual Halliday fue encumbrado a la categoría de dios literario gracias a la capacidad de retratar una sociedad opulenta y salvaje, que simplemente cogía lo que quería. Halliday es en ese momento, 1939, un fracasado de larga duración que siempre a tenido muy a gala despreciar el cine pero que se ve abocado a aceptar el encargo para poder pagar sus deudas de la fiesta de la década anterior. Ann le ha ayudado a salir del alcoholismo y a afrontar su diabetes pero no ha conseguido extirpar de su mente los fantasmas del pasado, ni desalojar la enfermedad de la nostalgia de su corazón. Jere, jere... esa misteriosa y alocada mujer que marcará la vida de Halliday, esa niña malcriada y caprichosa, esa pareja eternamente inmadura y salvaje. Cuando Shep y Manley se ven obligados a viajar a Nueva York por exigencias del guión, Halliday comienza el descenso a los abismos del pasado con su primer sorbo de champán. El alcohólico resucita y sumerge a Shep en un torbellino de burbujas y desequilibrio autocompasivo junto a su ídolo literario de juventud. Poco a poco el desencanto se apodera de él al conocer al verdadero Halliday, mientras que este baña su propio desencanto en litros de alcohol. El crack del veintinueve no sólo supuso su ruina económica sino también la literaria, en cuanto que significó la demonización de su vida y su obra. Ese autor generacional tan brillante quedó rápidamente obsoleto y olvidado. El alcoholismo y el fracaso se convierten en una fascinante aventura en compañía de Halliday, en una historia trepidante a través de una tormenta emocional de la que uno no desea salir. Late aún en Halliday un último estertor de lucha por significarse a sí mismo y a toda una época vilipendiada dentro de un viejo prematuro que arrastra sus miserias hasta una universidad que le sitúa frente a su ídolo pagano: la eterna juventud. Un Manley corpóreo que es un deshecho tragicómico habitado por una mente que se estancó en el pasado, ciego de amor por una Jere que es puro artificio, picardía e inmadurez, una niña bien que juega a la guerra en Europa y que seguirá jugando a la literatura, la fiesta y el amor por el resto del mundo, hasta que pierda el control de la pócima que consigue que todo sea mágico y trepidante: el alcohol. 
    Dos pálidos fantasmas se reencuentran en Nueva York y la sensación de vivir enamorados de alguien que hace mucho que no existe les asalta. Manley alzará al viento el puño reivindicativo de su genio con un manuscrito que sueña con sobrevolar la muerte y vislumbrar los porqués de la gran fiesta. Una novela que no podemos evitar relacionar con la juerga vivida en España a principios de siglo, seguida de nuestra propia década de desencanto. Aquí ha faltado el glamour que destilan los personajes y las vidas de El desencantado. Una historia de esas que consigue que la pasión por la literatura nos estalle en el pecho. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario