miércoles, 9 de agosto de 2017

De bondades, hospitalidades y otras manías de ciudad



    La bondad es esa virtud que se ejerce mientras nadie te la pone a prueba. Se ejecuta de lejos, por medio del bello arte de cotorrear sobre los asuntos de los demás. Una representación noble y pasiva. Por lo tanto, es un acto verbal. Y como tal, da cabida a casi todo. Desde la comodidad de nuestro salón y nuestras inercias, damos rienda suelta a la grandilocuencia. La bondad también se escucha. En misa o en un mitin, por ejemplo. En un acto religioso pueden lograr que una persona común se sienta crucificado en nombre de toda la humanidad y una buena arenga puede hacer que el ser más indolente se crea Braveheart por un rato.
    Otra cosa bien distinta es cuando el mundo, o algunas personas, nos la ponen a prueba. En mi humilde experiencia, cualquier persona que quiera cambiar la más mínima cosa se puede ir preparando. La bondad se esfuma, aunque la mente humana es maravillosa cuando se engaña a sí misma. Con asombrosa celeridad las personas se adjudican el papel de mártires o de santos. Tan sólo porque alguien quiere llevar a cabo una pequeña transformación. Ese iluso se va a encontrar de bruces con lo que en los ámbitos empresariales se denomina resistencia al cambio. Sin embargo, las dificultades para llevar a cabo una transformación en una compañía se quedan en agua de borrajas cuando lo que queremos es mover de sitio un jarrón en el ambiente rural.
    Para más inri, la bondad propia es por definición inabarcable, mientras que las personas somos muy dadas a dar por supuestos los actos de generosidad de los demás. Más aún si el que los realiza no profiere queja alguna ni se echa flores. Es decir, si el otro realiza actos de bondad sin subrayarlos, lo cual parece ser recomendable desde el punto de vista de la humildad, virtud comúnmente asociada a la que evaluamos. Aquí el que no llora no mama. Su valor a ojos de los demás será cercano a cero, y la posición de esa persona se pasa a denominar un roll, su papel en este mundo. “Es que él es así”. Pero ay del que se harte, por las razones que sean, de que sus esfuerzos no se valoren y sean despreciados y dados por supuestos, ay del que decida abandonar su papel de mula de carga y poner todo su empeño en ello. La Resistencia al Cambio –guerrilla enquistada en nuestra sociedad– está formada por un ejército de sanguinarios armados hasta los dientes que dejan su bondad de salón a un lado para aplicarse a la muy noble tarea de resistirse. A menudo tiene que ver con el llamado salto generacional. En otras palabras, matriarcas y patriarcas desean que todo siga igual por los siglos de los siglos, que si se pudre, ya no estarán aquí para verlo. El que venga detrás que apechugue. Lo que parecen olvidar es que el que deja ruinas en herencia traspasa una pesada carga a los que supuestamente más quiere y sobre los que en teoría más debería aplicar su cacareada bondad y martirologio. Pero es que el verbo hacer –o dejar hacer si uno no está por la labor– conjuga fatal con casi todo. En las sociedades ancestrales la única opción que queda es la de que los gorilas jóvenes planten cara a los viejos. Así de triste. Lo cual, a día de hoy, les sale muy rentable, porque raro es el gorila joven que no es un saco de desidia, raro es el que es capaz de enfrentar un conflicto y el sufrimiento, grande o pequeño, que ello conlleva. La alergia al esfuerzo, a la confrontación y a ejercer el liderazgo de nuestro gorilas jóvenes es notable. Ante la más mínima trifulca, te dejan tirado. Cansa. Siempre a rebufo, para quedarse sólo con lo bueno. Ya estás tú de escudo. Además, su debilidad de carácter les impide caer mal a nadie, aunque sólo sea por una temporada, o siquiera un ratito. Luego los gorilas ancianos, machos o hembras, campan a sus anchas, reclamando ufanamente que nadie les dé lo que ellos llaman disgustos –comúnmente denominado cambiar de sitio un jarrón.
En ambientes dados al sacrificio mal entendido cualquier pequeño movimiento que no concuerde con los estándares de valor preestablecidos se considera un agravio de proporciones mayúsculas. Por ejemplo, se pueden gastar miles y miles de euros en comida y bebida cada año mientras las viviendas se caen a trozos, se duerme en camas del jurásico –dormir es un decir–, las arañas te devoran o se vive congelado en invierno y cocido en verano. Mucha gente todavía no sabe que no hay nadie mirando ahí arriba, y si lo hay, no creo que esté pendiente de dar premios a los que se empeñan en sufrir y hacer sufrir innecesariamente, minúsculas existencias –unas más milagrosas, inteligentes y sensibles que otras– en un universo de más de cinco mil millones de años, que aún creen que hay alguien pendiente de sus pequeñas miserias.
    Uno de los grandes factores de progreso de nuestras sociedades ha sido el hecho fehaciente de proporcionar al cuerpo ciertos cuidados y comodidades básicas que lo atienden con el fin de no ser un estorbo para la mente, y permitir de este modo que ésta desarrolle sus capacidades en grado sumo y produzca, ya sea a nivel económico, intelectual o artístico. Hay gente que aún no sabe que una buena idea es más productiva que mil horas de trabajo físico y que por eso se valoran tanto. En otras palabras, poder dormir en una cama decente, y que el frío polar o el calor asfixiante no te torturen de insomnio. Lavar tu cuerpo en un baño en condiciones. Disfrutar de un mínimo espacio vital y, si es posible, algo de privacidad. Tampoco es mucho soñar. Pero en determinados ambientes, que aún perviven por más desarrolladas que sean nuestras sociedades y por más dinero que se tenga en el banco, pensar en estas cosas, insinuarlas, o hablarlas abiertamente te convierten en alguien que insulta y vilipendia, con el añadido de ser un pijo de ciudad. El orgullo del primitivismo –y también de la ignorancia– es algo que nunca dejará de sorprenderme. Hay gente que está orgullosa de malvivir, cuando podría no hacerlo. Es como si les convirtiera en mejores o más virtuosos a los ojos de dios sabe quién. Y bien está que cada uno decida vivir en la paja mental que le apetezca, como hacemos todos, pero cosa bien distinta es que quieras obligar a los demás a que lo hagan. La gente es muy libre de empeñarse en vivir anclado en el siglo XIX si así lo desean pero sería muy de agradecer que no nos lo impusieran a los demás. Nos gustaría, a nosotros y a nuestros hijos, poder dormir por la noche, por ejemplo. En una cama decente y con algo de ventilación. Que las paredes no se caigan a trozos. Sería bonito tener un lugar donde guardar tu ropa y tus contadas pertenencias. No levantarte comido a picotazos. Estaría bien no tiritar de frío en una casa o no tener que comer en agosto con las piernas tapadas por un faldón de lana. O que el dormitorio en el que uno pretende dormir –una quimera– no sea un horno. Puedo hacerlo, eso y mucho más, pero no es necesario. Es algo llamado mínima hospitalidad, muy relacionado con la bondad más básica. Máxime cuando las personas que te visitan viven a cientos de kilómetros y tienen su vida y posibilidades de disfrutarla, y renuncian a ellas y hacen esfuerzos recurrentes por bondad. Esa que es del otro y que damos por supuesta. Hasta que ese otro se harte y deje de ejercerla.
    Cuando uno desea implementar un cambio tiene que crear su urgencia. Ley empresarial. En el ámbito rural parsimonioso, lo que uno se ve obligado a crear es una confrontación. No te dejan otra. El más mínimo asomo de tibieza conllevará el fracaso. Así que algo tan simple como cambiar una cama centenaria o unos colchones que te regurgitan, o querer dormir por la noche en un lugar que no sea un crematorio o una cámara frigorífica, conllevará una resistencia numantina por parte de los bondadosos de salón. “Éste quiere cambiar algo. Algo a lo que nunca hago caso, algo que se pudre cerrado durante meses cuando él no está, sí. Pero es mi algo. Viene aquí a molestar, a decirme lo que tengo que hacer. Qué se habrá creído”. Aquí se obvia muy convenientemente el hecho de que ese sinvergüenza forastero acude realizando un sacrificio, un acto de bondad. Cada vez que viene preferiría estar en otro lado y proporcionarles otras experiencias más enriquecedoras a los suyos. En vez de eso renuncia a sus posibilidades y a las que le ofrece el mundo y se resigna y se sacrifica y se traslada a un lugar en el que nadie es capaz de pensar en que esa persona podría decidir estar en otro sitio y no lo está haciendo, y ser hospitalarios y ofrecerle un lugar donde dormir y asearse con un mínimo de decencia. Porque cabe la posibilidad de que un día se harte y no vuelva más, ni él ni sus descendientes, a los cuales, por otro lado, es posible que tampoco les falte mucho para tomar esa decisión por sí mismos.
    La verdad es que ver la bondad de los demás resulta un milagro en algunas personas, el mismo que no ocurre cuando les pides que ejerzan los principios básicos de la suya: la hospitalidad. Es una vergüenza que uno tenga que verse obligado a reclamarla por las bravas y reciba a cambio desprecio y aislamiento. Y es que a uno, muy a su pesar, le van obligando a dejar de pensar en los demás e ir a lo suyo. Dar lo mismo que recibe. Una pena. De gorila a gorila, no hay nada como el hogar.



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