sábado, 24 de diciembre de 2016

Cantos de Sirena

   Siento como si hubiéramos apagado nuestra llama movidos por el deseo de no quemar nunca más a nadie, y ese bello y generoso acto, fruto de la lenta transformación de todos nuestros corazones, fuera aprovechado por las teóricas víctimas para arrojar su careta al suelo y dejar libre a su Satán particular, no, o mejor aún, para exagerar la mueca plañidera de sus exageradas poses y transformarse en extraños seres bipolares, que sobreactuan, que gesticulan y aspavientan como un mal actor de teatro, que entregan su pantomima a un público que no tamiza, hipnotizado por ideas bienpensantes y cómodas, dispuesto a juzgar y dilapidar las vidas de pobres gentes, en una especie de ritual de venganza por agravios pasados, en una pira colectiva que abrasa la carne por siempre y marca a fuego la piel con el hierro candente del estigma social, con la marca indeleble que permite odiar sin saber bien por qué. Esos seres que en privado se comportan como pirómanos del tupido bosque de nuestras almas, que queman un poco cada día, no fallan nunca, cada día, buscando el tronco débil de la foresta, ese que en todos existe y que ha de estallar en violentas llamas si se sabe buscar bien, si hurga concienzudamente la Incendiaria, mientras los reflejos de la luz de su antorcha dibujan las afiladas facciones de seres egoístas y monstruosos, a los que no les tiembla la mano, ni por un segundo, cuando prenden fuego a aquel que dio la vida por ellas, a ese caballero que cruzó el Mundo en su busca, al que construyó un hogar para su amada prole, al que abandonó la Tierra Prometida por seguir a la bella sirena que ya cantó a Ulises desde los escollos, esa Incendiaria sí, esa que atrae tu barco, de enchido velamen, hacia el tenebroso acantilado, y espera paciente el momento en el que la quilla revienta en lluvia de astillas contra las negras rocas de su isla, aquella tierra estéril en la que en el fondo nunca entramos, y prende fuego al barco con el Capitán a bordo, y observa, con el sabor de la venganza y la sangre rezumando por sus encías podridas, mirando con un brillo en los ojos, de esos que se relame en la venganza gratuita, al traicionado marynero, al iluso, al que despierta en un mal sueño, en una pesadilla tan inhumana que no puede creer que se ha vuelto real, ese que se arranca el puñal de la traición bien urdida, y que puede ver su sangre brotando a borbotones mientras entrega la daga que él mismo compró a su asesina, con la mirada herida por el amor utilizado en su contra. Ese que deberá pasar por el trance de ver su carnoso y palpitante corazón rojo convertirse en una bola de tejido muerto, carbonizado, duro y quebradizo, que habrá de transitar terroríficas noches de frío e infinita soledad, acunado por el espanto, asomado al abismo del egoísmo y la maldad de los otros, amenazado por la pobreza, envuelto en una fina manta que no calienta, con el cuerpo frío y rígido de los cadáveres, ese que recorrerá la Senda Que Te Hace Más Fuerte, ese Héroe que se levantará una mañana atraído por el último rayo de esperanza hacia la Vida, la suya, pero sobre todo la de otros, aquellos que tiran de él porque precisan de su Amor, ese que dio inútilmente a la Incendiaria y que ahora dará a los bellos frutos caídos del árbol, y que él habrá de recoger y regar. Será, tras la tormenta y el incendio, un nuevo capitán, crecerá de nuevo el bosque, de brotes fuertes que nacen sobre la tierra carbonizada, cogerá el timón de otro barco, más pequeño, más frágil quizá, pero será uno que no acarree ningún lastre, será un bosque que ya nunca nadie podrá quemar jamás.

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